En el artículo de Laura Marajofsky, publicado por Forbes Argentina (junio de 2022), expongo mi visión y opinión, junto a otros colegas especialistas, sobre un tema que preocupa y ocupa a muchas organizaciones: la educación emocional.
Si en los últimos años hablar de educación emocional se puso de moda en diversos ámbitos, desde el educativo al familiar, procurando que tanto los individuos como las organizaciones incluyan este aspecto formativo, el tópico no es ajeno al mundo de las empresas, donde es una tendencia relativamente incipiente, pero en alza. Lo cierto es que aprender a entender y manejar las emociones redunda en un mayor desempeño y productividad, y es por lo que se señala al llamado “analfabetismo emocional” como el causante de muchos de los problemas más habituales en las organizaciones: bajas laborales (debidas a ansiedad, estrés, depresión, burnout), altos índices de rotación y, por supuesto, conflictividad laboral (por falta de regulación emocional).
Asimismo, como novedad se viene hablando también de la emodiversidad, es decir, la capacidad para experimentar una mayor granularidad de emociones, que se puede entrenar y te permite entender mejor a otros y comunicar lo que se necesita. Quizás en este sentido lo más interesante sea que, en un contexto cultural en el que la sociedad busca ser cada vez más tolerante e inclusiva reparando en las bioindividualidades, hoy ya no basta solo con pensar en términos de diversidad neurocognitiva, sino que también se habla de tiempos y procesos emocionales de cada persona.
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